Estamos en un tren.

Algo en mi interior se siente en paz al ver todas esas caras, al ver el vagón repleto, y sé que no es solo eso, si no que todo el tren está completo.
El asiento justo al lado del mío está ocupado, de hecho nunca dejó de estarlo.
Ese asiento es energía, es luz, es un guía en mi camino, es el amor más sincero que jamás podré sentir. Ese asiento no lo puedo describir con palabras, pero apuesto a que todos pueden ver quien está sentado ahí, pues para cada persona ese asiento está ocupado por alguien distinto.
Ese asiento es vida, es una fuerza descomunal que hace que pueda con todo.
Ese asiento es él.
Así que, aunque miro por la ventana, y esa velocidad en la que todo pasa a veces me aterra, sé que lo crucial es que el viaje continúa, y que no importa lo duro que pueda llegar a ser, porque están ellos.
Y estoy yo.

Abro los ojos, volviendo a la soledad de la playa, esa playa que tanto me ha acompañado últimamente. El viento sigue su música, y yo vuelvo a escuchar al silencio en mitad de ese pequeño y a la vez inmenso oasis. En mi interior sólo puedo sentir tranquilidad, bienestar y, por qué no, me atrevo hasta a esbozar una ligera sonrisa.
Respiro hondo, y apuro el descanso, a sabiendas que, aunque coja fuerzas, el viaje nunca se detiene, el tren nunca se para.
Pero, en ningún momento he pedido que parase, eso sería de débiles.
Y yo nunca fui de esos.

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